Procesar todo lo que viví en Malvinas no resulta fácil. Las imágenes todavía brotan –veloces e incesantes– en mi cabeza. Cierro los ojos y estoy pisando los pastos secos y duros del monte, estoy frente a la imponente amplitud y desolación del paisaje, el viento frío azotando mi cara, la cálida compañía del grupo de familiares de soldados caídos en la guerra en cada caminata compartida. En la memoria los hechos afloran trayendo una sensación surreal. Me sentí muy afortunada en cada instante del viaje y no quiero que los recuerdos se desvanezcan; quiero volver a vivir todo lo vivido. Y estas fotos, de algún modo, lo permiten. Ahí radica su magia.
Desde que supe que viajaría experimenté una gran emoción. Primero por lo que la palabra Malvinas representa para cualquier argentino, pero también por lo que la propuesta podía significar a nivel profesional. Sentí que implicaría un gran desafío como fotógrafa y efectivamente fue así. De lo que no era consciente era de cómo me iba a atravesar a nivel personal, de que me traería mucho más que imágenes fotográficas.
Como argentina me siento movilizada y sensibilizada cada vez que se mencionan las Islas. El sentimiento de pertenencia y frustración existe aunque no haya vivido la guerra de cerca ni haya tenido una relación directa con algún combatiente. Nací en 1988 y cuando tuve conciencia de la realidad y de nuestra Historia ya se hablaba de los excombatientes y de la guerra de otra forma: el país se había encaminado hacia una política de plena reparación y reconocimiento para con los soldados que regresaron del conflicto, y también con los familiares de los que no pudieron hacerlo.
Escuché y aprendí sobre Malvinas desde los primeros años escolares, y el tema me interpela aun hoy, pero después de haber compartido estos días con hijas, viudas, hermanas y hermanos de soldados que murieron en las Islas, que sufren en su propia piel la derrota nacional en el enfrentamiento bélico y para quienes el dolor de la guerra es parte de su identidad, me pude acercar de otra manera. Fue inevitable intentar ponerme un poco en sus lugares, procurar sentir la magnitud de sus dolores –aunque sé que son intransferibles–, y salir de los libros de Historia, los documentales, los hitos y las fechas para pensar la guerra en su totalidad: no solo atendiendo a la disputa en torno a la soberanía territorial sino a sus implicancias directas e imborrables en nuestra sociedad. Soy también hija, hermana, esposa y madre y no puedo ni empezar a imaginar lo que hubiese sido mi vida si me hubiese sido arrebatado un vínculo tan esencial como el que les fue sustraído a las familias de los combatientes cuatro décadas atrás.
Tengo dos hijas a las que mis viajes de trabajo les desajusta su rutina y las afecta. Saben lo que implica que me vaya por cuestiones laborales varios días pero esta vez resultó diferente: cuando le conté a la mayor −que tiene cinco años− que viajaba a las Islas Malvinas dejó de lado todo sentimiento egoísta y simplemente se alegró por mí. Pese a su corta edad, las Islas representan un ideal para ella como argentina. Me sorprendió positivamente su entereza emocional por lo que me atreví a explicarle, de la forma más clara posible, el motivo de mi viaje, a hablarle un poco sobre la guerra y sus consecuencias, sobre los familiares y sus pérdidas irreparables. Siempre le digo a ella y a su hermana “pelear no resuelve nada, solo empeora las cosas” y de pronto estas palabras tuvieron más sentido que nunca. Esa charla fue reveladora para las dos.​​​​​​​
Ansío, en el plano más personal, volver a las islas con mi familia para seguir recorriendo la Argentina (como nos gusta hacer), aunque me gustaría que sea en un contexto con otra soberanía y libertad. Sabiendo que todo ese sacrificio y dolor de los soldados y sus familiares no fue en vano.
Malvinas (2023)
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